Quien fue la primera bruja
Cuentan nuestras leyendas que las brujas hemos existido siempre. Desde la primera mujer que miró la luna y descubrió en ella a una compañera en su camino de sangre, comprobando cómo se llenaba y se vaciaba con ella. Desde que observó el mundo que le rodeaba y se vio reflejada en el cambio de las estaciones. Desde que vio pasar ante sí no sólo los estados que atravesaba cada mes durante los cambios hormonales y que la convertían en cuatro aspectos de sí misma, sino también un reflejo de su propia vida en los cambios de la naturaleza: las promesas y vitalidad de su juventud en la primavera.
La plenitud y fertilidad del cálido verano en su propio vientre hinchado por la preñez. La calma llena de frutos que llega con el otoño en la edad madura. Y la sabiduría e introspección del silencio del invierno en la comprensión que llegaba en su propia vejez.
Desde que se supo parte de un ciclo mucho mayor que ella misma, conectada con todo lo que la rodeaba, parte importante de un gran misterio del que era centro y observadora. Desde que decidió que viviría para descubrir ese misterio y en el proceso descubrió muchos de los secretos de la tierra. Secretos que otros llamaron magia.
Descubrió que todo lo que la rodeaba tenía un alma. Una vibración que conectaba con la suya. Y cada vibración le hablaba de propiedades especiales. Cada planta vibraba de una manera y experimentando descubrió que algunas curaban y que otras mataban, y algunas hacían las dos cosas según cómo se usaran.
Y con ellas descubrió que la Vida y la Muerte son solo las dos caras de una misma cosa. Descubrió plantas y hongos que le hacían viajar hasta el otro lado del velo que separa ambas y que, si no las usaba en su justa medida, ese viaje podría no tener retorno. Descubrió que las piedras que cubrían el suelo de su mundo le hablaban con poderes de sanación. Descubrió el poder transformador del fuego, física y emocionalmente. Descubrió que si escuchaba, el viento le contaba historias que ella había sabido siempre, y sólo tenía que recordar.
Descubrió que sus sueños eran más que imágenes sin sentido que morían cuando ella despertaba. Descubrió que había un “algo” vivo detrás de cada cosa, un latido que partía desde lo más profundo de la tierra y que sentía en la planta de sus pies desnudos en cada paso. Descubrió que podía sentir ese mismo “algo” en las gotas de lluvia que dejaba deslizar por su cuerpo, en el rumor del agua de ríos y océanos, en la brisa y el viento que le acariciaban como un amante, en los truenos y los rayos, en el calor del sol y el frío de la noche.
Aprendió que ese “algo” estaba presente en el cálido día pero también mostraba un camino hacia el interior de si misma en la oscuridad de la noche. Comprendió que ese “algo” era el espíritu que animaba el mundo que le rodeaba, que le proporcionaba alimento, cobijo, su vida… Y a ese “algo” le puso nombre. La llamó “Madre”.
Se convirtió en su Hija, en su mensajera entre la Humanidad y Ella. En la mujer sabia de la tribu que curaba. Que traía a los valiosos niños al mundo ayudando así a perpetuar una especie frágil. Que viajaba al mundo de los espíritus y traía mensajes de los que habían partido hace tiempo. En consejera y amiga. En guía y confidente.
Y cuando se supo preparada empezó a enseñar a otras a recordar quiénes eran.
Porque cuentan nuestras leyendas que las brujas somos distintas, un grupo de almas con una misión especial. Y que la que es bruja en una de sus vidas lo ha sido siempre, en todas las anteriores y lo será en las que vengan después. Que ya venimos con todos los conocimientos escondidos dentro de nosotras, como un tesoro, y que sólo tenemos que recordar cómo llegar hasta él.
Cuentan nuestras leyendas que llegó un tiempo de miedo y odio, y la palabra bruja perdió su significado y fue cambiado por otro inmundo, sucio, falso. Y la Humanidad intentó acabar con nosotras ahorcando y quemando a muchas mujeres sabias, rebeldes, independientes, con voz propia que los Hombres deseaban acallar. Muchas brujas murieron. Muchísimas más que no lo eran también.
Y nos escondimos. Pero nunca olvidamos.
Y cuando los tiempos del odio se calmaron en algunos lugares del mundo, regresamos, vida tras vida. Y en nuestros sueños recordamos. En muchos de ellos me veo caminando de noche por un sendero que atraviesa un bosque antiguo, denso y oscuro. Voy en una fila portando una bandeja de ofrendas, agua, flores, frutos… Delante de mí otra mujer lleva una antorcha encendida mostrando el camino, detrás otras llevando cada una sus respectivas ofrendas.
Llegamos hasta un círculo de piedras, y cada una sabe hacia cual dirigirse y depositar su carga frente a ella. Después nos acercamos al centro, donde hay un altar en el que reposa una flor marchita que una de nosotras reemplaza por otra fresca. Miramos al cielo y la vemos, la Luna. Llena, grande, dirigiendo su mirada triste hacia nosotras. Elevamos los brazos llamándola.
Reclamando su presencia entre nosotras. Dentro de nosotras. Un cántico surge de nuestras gargantas mientras el ritmo de la tierra penetra por nuestros pies y comenzamos a danzar… Sabemos que lo que hacemos está prohibido, nosotras estamos prohibidas, pero celebramos la Luna como han hecho antes nuestras madres, nuestras abuelas, nuestras antepasadas que cada mes vinieron a honrarla a Ella y a sí mismas entre estas piedras.
Cuando despierto en mi cama de este siglo XXI sonrío al recordar quién soy. Sonrío al saber que no pudieron acabar con nosotras.
Cuentan nuestras leyendas que la Primera Bruja vive en cada una de nosotras que vinimos después. Que continuamos viniendo vida tras vida.
Cuentan nuestras leyendas, que todas las brujas somos Una.
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